Corría el sábado 4 de diciembre de 1999, eran poco más de las tres de la tarde y el sol brillaba en todo su esplendor. La tarde era estática, el aire no soplaba y no había ruido en las calles.
El timbre de la puerta sonó y mi corazón palpitó lleno de emoción y nervios. A pesar de que habíamos estado hablando por teléfono desde hacía ya cuatro meses nunca nos habíamos visto en persona. Esa sería la primera vez.
Cuando bajé las escaleras me postré frente a la puerta, tenía la opción de no abrir y perder la oportunidad de conocerlo, sin embargo abrí mi mundo a un sin fin de posibilidades.
Él estaba parado con un ramo de flores y una caja de chocolates, sonrió y me abrazó al conocerme, entonces mis ojos brillaron y correspondí a sus atenciones con una sonrisa y un abrazo. No era feo, no era guapo pero había algo en su mirada que me capturó por completo.
Teníamos muchas cosas en común, eramos más que amigos, nos conocíamos a fondo a pesar del abismo que nos separaba, éramos almas gemelas, estábamos hechos el uno para el otro.
Caminamos por las empedradas calles del zócalo con el tibio aire que empezó a soplar y el sol que lentamente se ocultó en el horizonte.
Reímos a carcajadas, nos tomamos de las manos, nos coqueteamos y sentimos la necesidad de no separarnos nunca más.
Bastaron unas horas para confirmar el profundo amor que ya sentíamos el uno por el otro y entonces, abrazamos nuestra realidad por ese breve instante.
Él era capaz de hacer que el tiempo se detuviera o girara sin parar, no importara nada más que su sonrisa y yo disfrutaba cada momento que pasaba a su lado.
Alguien a quien solía conocer me preguntó alguna vez si era feliz, en ese momento no lo sabía pero le dije que sí.
Cuando los años pasaron, y nos reencontramos en el restaurante de un hotel a orillas de la carretera, todos aquellos días que pasamos juntos volvieron a mi mente, lo que fue, lo que no y lo que pudo haber sido me estrujó el corazón.
Él me abrazó como si tuviera miedo a que me desvaneciera cuando abriera los ojos, yo hice lo mismo pero no por miedo sino porque había esperado durante mucho tiempo ese momento.
Parecía mentira que después de quince años aún sintiéramos los mismos nervios por estar cerca el uno del otro.
Nada había cambiado para ninguno de los dos y aunque cada quien había tomado un camino diferente, una parte de nuestros corazones siempre pertenecería al otro.
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