No interesaba que tuviera que repetirle diariamente lo mismo, lo importante era lo feliz que me hacía saber que estaba orgullosa de mi por el simple hecho de existir.
Jamás imaginé que mi vida daría un vuelco. Una fresca tarde de abril mientras mi madre y yo conversábamos en el jardín, se volteó a verme, como si quisiera decirme algo y no se atreviera, mientras se soplaba con su abanico de madera frunció el ceño y alzó una ceja. Me miró circunspecta y después prosiguió.
-¿Quién eres tu?
De inmediato me levanté de su lado y solté su mano, la miré con extrañeza, sería la primera vez que tendría uno de esos episodios de amnesia. Al principio no le di importancia, creí era la edad.
Cuando los episodios fueron más frecuentes y duraron más fue que me di cuenta que la estaba perdiendo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y entré a la casa en busca del teléfono del doctor Campbell.
Mi madre sufría de Alzheimer y desde que el doctor confirmó el diagnostico los pronósticos no fueron nada alentadores.
A veces tenía ratos de lucidez me hablaba de mi padre, ese hombre del que solo conocía su nombre y en fotografías desteñidas su rostro.
Yo me refería a él como "ese hombre que nos abandonó", no podía llamarlo de otra forma. Si le profesaba un sentimiento ese era rencor.
No crecí con su figura a mi lado, jamás llamé a nadie papá, carecí de ese amor paternal aunque no niego que me hubiera gustado sentirlo.
Cuando mi madre se dormía y yo recogía los platos lo único que podía pensar era en qué haría cuando ella ya no estuviera, si en algún momento no recobraba la lucidez, si definitivamente me olvidaba.
La parte más difícil no era saber que me quedaría sola, era que siguiera viviendo y no me recordara.
Me atormentaba la idea de verla, querer abrazarla y que ella me repudiara, que me mirara con desdén o me juzgara, que mal interpretara mi cariño o incluso me odiar, porque incluso antes de que se enfermara había comenzado a aislarme de su vida.
Aquella noche me senté en el pórtico a fumar un cigarrillo, abrí la caja que guardaba celosamente bajo su cama y descubrí la verdad.
Jamás imaginé que mi vida daría un vuelco. Una fresca tarde de abril mientras mi madre y yo conversábamos en el jardín, se volteó a verme, como si quisiera decirme algo y no se atreviera, mientras se soplaba con su abanico de madera frunció el ceño y alzó una ceja. Me miró circunspecta y después prosiguió.
-¿Quién eres tu?
De inmediato me levanté de su lado y solté su mano, la miré con extrañeza, sería la primera vez que tendría uno de esos episodios de amnesia. Al principio no le di importancia, creí era la edad.
Cuando los episodios fueron más frecuentes y duraron más fue que me di cuenta que la estaba perdiendo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y entré a la casa en busca del teléfono del doctor Campbell.
Mi madre sufría de Alzheimer y desde que el doctor confirmó el diagnostico los pronósticos no fueron nada alentadores.
A veces tenía ratos de lucidez me hablaba de mi padre, ese hombre del que solo conocía su nombre y en fotografías desteñidas su rostro.
Yo me refería a él como "ese hombre que nos abandonó", no podía llamarlo de otra forma. Si le profesaba un sentimiento ese era rencor.
No crecí con su figura a mi lado, jamás llamé a nadie papá, carecí de ese amor paternal aunque no niego que me hubiera gustado sentirlo.
Cuando mi madre se dormía y yo recogía los platos lo único que podía pensar era en qué haría cuando ella ya no estuviera, si en algún momento no recobraba la lucidez, si definitivamente me olvidaba.
La parte más difícil no era saber que me quedaría sola, era que siguiera viviendo y no me recordara.
Me atormentaba la idea de verla, querer abrazarla y que ella me repudiara, que me mirara con desdén o me juzgara, que mal interpretara mi cariño o incluso me odiar, porque incluso antes de que se enfermara había comenzado a aislarme de su vida.
Aquella noche me senté en el pórtico a fumar un cigarrillo, abrí la caja que guardaba celosamente bajo su cama y descubrí la verdad.
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