Los tachaba en el calendario, pasaban tan rápido que sin darme cuenta había transcurrido un año ya desde entonces.
Un año en el que nada de lo que me propuse se había cristalizado, en el que poco había cambiado y en el que me sentía más que debastada por lo estático de mi vida.
Soplé las velas, 30 para ser exactos y el humo se esparció por la sala de juntas, quedamos en completa penumbra por espacio de 30 segundos y después de los acaloraos aplausos las luces se encendieron y vi los mismos rostros apáticos de mis compañeros de trabajo, parados en la sala esperando una tajada del pastel que habían comprado sin el menor interés en felicitarme.
Mañana serían 30 y un día, pasado dos y, así terminaría otro año mientras paso el día sentada frente al ordenador pensando en cómo resolver mis problemas y darle un poco de emoción a mi vida.
Aquella noche salí de la oficina con un enorme recipiente casi lleno de un empalagoso pastel de caramelo, que probablemente terminaría en el bote de basura. Subí tambaleando al autobus y como pude logré sentarme en uno de los asientos de atrás, cerca de la ventana.
No podía ser siempre así, la monotonía me mataba, era realmente agobiante vivir día tras día la misma historia.
Sonaba el despertador, corría a bañarme, me cambiaba, salía corriendo para tomar el metro, el autobús, cruzaba ese enorme puente peatonal bajo los rayos del sol, me detenía en el medio viendo la autopista, a los autos, como si quisiera lanzarme al vacio pero al final seguía mi camino y entraba en ese enorme edificio repleto de ventanas ahumadas.
Me acomodaba en aquella incómoda silla y empezaba la pesadilla. Esa en la que me enfrentaba yo sola a un mundo lleno de complicados trámites, aquella donde no había manuales ni información en internet ni nada que me diera una pista de cómo resolver el problema del cliente.
Decidí que tres meses eran suficientes para mi, no podía seguir ahí, en verdad me faltaba el aire cada vez que me dirigía a la oficina.
Una semana después de que renuncié, la noticia de que una avioneta había caído sobre el puente que solía cruzar acaparó la atención de todos, hubo varios muertos, pánico generalizado y desde luego yo, sentí que por alguna razón tenía una oportunidad más.
No podía echar a perder las cosas.
Un año en el que nada de lo que me propuse se había cristalizado, en el que poco había cambiado y en el que me sentía más que debastada por lo estático de mi vida.
Soplé las velas, 30 para ser exactos y el humo se esparció por la sala de juntas, quedamos en completa penumbra por espacio de 30 segundos y después de los acaloraos aplausos las luces se encendieron y vi los mismos rostros apáticos de mis compañeros de trabajo, parados en la sala esperando una tajada del pastel que habían comprado sin el menor interés en felicitarme.
Mañana serían 30 y un día, pasado dos y, así terminaría otro año mientras paso el día sentada frente al ordenador pensando en cómo resolver mis problemas y darle un poco de emoción a mi vida.
Aquella noche salí de la oficina con un enorme recipiente casi lleno de un empalagoso pastel de caramelo, que probablemente terminaría en el bote de basura. Subí tambaleando al autobus y como pude logré sentarme en uno de los asientos de atrás, cerca de la ventana.
No podía ser siempre así, la monotonía me mataba, era realmente agobiante vivir día tras día la misma historia.
Sonaba el despertador, corría a bañarme, me cambiaba, salía corriendo para tomar el metro, el autobús, cruzaba ese enorme puente peatonal bajo los rayos del sol, me detenía en el medio viendo la autopista, a los autos, como si quisiera lanzarme al vacio pero al final seguía mi camino y entraba en ese enorme edificio repleto de ventanas ahumadas.
Me acomodaba en aquella incómoda silla y empezaba la pesadilla. Esa en la que me enfrentaba yo sola a un mundo lleno de complicados trámites, aquella donde no había manuales ni información en internet ni nada que me diera una pista de cómo resolver el problema del cliente.
Decidí que tres meses eran suficientes para mi, no podía seguir ahí, en verdad me faltaba el aire cada vez que me dirigía a la oficina.
Una semana después de que renuncié, la noticia de que una avioneta había caído sobre el puente que solía cruzar acaparó la atención de todos, hubo varios muertos, pánico generalizado y desde luego yo, sentí que por alguna razón tenía una oportunidad más.
No podía echar a perder las cosas.
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