Jamás entendió su urgencia por llegar a casa de sus primos,como si se fueran a ir a alguna parte.
Ya era rutina, tener que levantarse temprano los sábados para irse a encerrar al menos durante 4 horas en las que sólo nos veíamos las caras sin hablar, solo por la simple compañía.
A veces él iba de malas o permanecía callado durante el desayuno, otras solo los miraba mientras ellos hablaban y de vez en cuando, para que no notarán su distracción o pensaran que era desinterés sonreía y decía sí.
Clemence se quejaba de lo mal que estaba su esposa, lo desgastante que era estar atado a una mujer que no dejaba de quejarse y creer que estaba agonizando y,no estaba del todo mal, sí se estaba muriendo pero de tristeza por tanta monotonía.
Marnie lo observaba y se limitaba a beber su té en espera de que su marido se ahogara con la fruta y cortara la conversación.
A pesar de todo se amaban, tenían 30 años juntos y ningún hijo que les recordará el pasado.
Alguna vez llevamos a los niños, Clemence me preguntó completamente desesperado ¿cómo era tener hijos? Supuso que debía ser terrible para mí tener que lidiar con esas pequeñas personitas de carácteres diferentes y manos llenas de dulce.
Lo miré y después observé a mis hijos, le dije que a veces eran desesperantes pero al final del día, una sonrisa o un abrazo de ellos era más que suficiente para hacerme feliz y olvidar el peor de los días.
Él se sentó en su sofá, pensativo y no volvió a hablar el resto del día.
Comentarios
Publicar un comentario