La tarde del domingo 3 de septiembre lloví a cántaros en la gran ciudad.
Helena y yo estábamos sentadas al rededor de una pequeña mesita de madera sobre la cual se encontraba una tetera y dos tazas de té. La ventana estaba abierta y la corriente de aire arrastraba las gotas de lluvia al interior de la sala.
Ella estaba ocupada en su costura mientras que yo me inclinaba con la mecedora. No podía ni tenía el más mínimo interés en tocar mi costura, estaba más interesada en pensar a qué hora el reloj marcaría las 6 de la tarde.
Él había quedado de ir a casa a esa hora. Por un lado, la idea de que mi hermana lo conociera me ponía nerviosa y por el otro me sobresaltaba la idea de que lo nuestro no funcionara.
El cielo se estrió y Helena se paró de la silla y corrió a cerrar la ventana. Las luces se apagaron y entonces corrí por el quinqué.
Mientras lo encendía el timbre de la puerta sonó un par de veces, mi corazón dio un vuelco, coloqué el quinqué sobre la mesa, alisé mi faldón y caminé hacia la puerta. Entre tanto lo hacía Helena de un saltó llegó antes que yo a la puerta.
Tras abrir esbozó una extraña sonrisa que fue completamente correspondida por él.
Era una terrible coincidencia que aquel hombre al que conocí en el baile estuviera de pie junto a la puerta de la sala de estar de la casa de Helena, sonriendo, como si fuese ella la mujer que esperaba ver.
Él no dejaba de mirarme, me puso nerviosa. Helena volteó como fiera a verme, estaba segura de que había ido por ella. No podía arriesgarme a que lo corriera, de modo que los tres nos sentamos en la sala a tomar té y fingí no conocerlo.
Luego de un par de horas de extensa conversación, no dejaba de llover, él agitó su cabeza y un par de gotas de agua cayeron sobre sus hombros.
Observó abrumado su reloj y se puso en pie. Helena y yo hicimos lo mismo, se despidió de nosotras y caminó hacia la puerta, yo me detuve junto a ella. Él sonrió y antes de marcharse se acercó para despedirse y discretamente me susurró algo al oído.
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